Desde que somos pequeños
aprendemos lo importante que es “hacer lo que decimos que vamos a hacer”, solo
tienen que recordar la vez que le han
dicho a un niño que van a hacer algo, ¿qué pasa después? Pues que ese niño nos
persigue una y otra vez preguntando ¿Cuándo vamos a hacerlo? Y recordándonos
que se lo prometimos, y en ese punto, más vale cumplir, si no queremos estar al
borde de la locura con un pequeño enfadado persiguiéndonos con sus preguntas y
reproches.
Tal vez cuando crecemos, dejamos
de preguntar y reprochar con palabras
por las promesas no cumplidas. Pero lo cierto es que nuestra decepción sigue
siendo la misma que cuando éramos pequeños y provoca en nuestro interior el
mismo daño.
Ese es un principio que aprendíamos
en los hogares, aún recuerdo cuando éramos pequeños y mi hermano mayor era
monaguillo cuando vivíamos en el pueblo. El cura tenía un coche y les dijo que
los iba a llevar al parque de atracciones (en ese entonces eso era algo
extraordinario y muy pocos podían hacerlo). Él le pidió permiso a mis padres y
mi padre le insistió un par de veces si estaba seguro de querer ir, pues una
vez que dijera que sí, tendría que hacerlo porque había ocupado un lugar que
otro niño podría usar. El repitió mil veces, que estaba seguro y así llego la
mañana del viaje. Cuando él se levanto, el miedo a lo desconocido le hizo
cambiar de opinión, y les dijo a mis padres, muy convencido que no iría. Mi
padre le dijo que si él había dado su palabra tendría que ir. Y a pesar sus
insistentes ruegos, tuvo que ir. Recuerdo la imagen de mi padre dando vueltas
por la tarde a la hora que él tenía que regresar, ellos se estaban retrasando,
y hoy puedo imaginar todas las cosas que
se pasarían por su cabeza, pensando que hubiese pasado algo con el coche y en que él lo había “obligado” a ir. Después
de unas horas interminables para mis padres, el regresó loco de contento y mi
padre por fin pudo respirar tranquilo. Después de aquella experiencia nosotros aprendimos
que cuando decíamos algo a otras personas, lo teníamos que cumplir.
Hoy los niños no lo tienen igual
de fácil, lo que se les dice, en muchas ocasiones ya no vale para el momento
después, unas veces porque llevamos vidas con demasiadas actividades y todo cambia
de un momento a otro, otras porque la “pena” nos hace no cumplir lo que les
hemos dicho, otras porque nos ven como llevamos relaciones sociales donde
nuestra palabra no vale mucho, etc. Y cuando no lo aprendes en el hogar,
resulta más complicado ejercerlo siendo un adulto.
Sin embargo todos seguimos
conservando, aunque hayamos perdido el valor de nuestra palabra, el deseo de
que los que nos rodean cumplan las suyas. Vivimos con la misma decepción cuando
no nos cumplen lo que nos han dicho que harían: en nuestro trabajo, en nuestro
hogar, en nuestro centro de estudios, en nuestro barrio, en nuestro país, etc.
Pero para volver a retomar la
confianza es necesario que nuestra palabra vuelva a tener valor. Que como nos
decían de pequeños nos convirtamos en mujeres y hombres de palabra. El modo de
hacerlo es: piensa antes de decir que harás algo y luego da cumplimiento a tu
palabra. No es difícil, ¿o sí?
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