miércoles, 21 de mayo de 2014

Hacer lo que decimos que vamos a hacer





Desde que somos pequeños aprendemos lo importante que es “hacer lo que decimos que vamos a hacer”, solo tienen que  recordar la vez que le han dicho a un niño que van a hacer algo, ¿qué pasa después? Pues que ese niño nos persigue una y otra vez preguntando ¿Cuándo vamos a hacerlo? Y recordándonos que se lo prometimos, y en ese punto, más vale cumplir, si no queremos estar al borde de la locura con un pequeño enfadado persiguiéndonos con sus preguntas y reproches.

Tal vez cuando crecemos, dejamos de preguntar  y reprochar con palabras por las promesas no cumplidas. Pero lo cierto es que nuestra decepción sigue siendo la misma que cuando éramos pequeños y provoca en nuestro interior el mismo daño.

Ese es un principio que aprendíamos en los hogares, aún recuerdo cuando éramos pequeños y mi hermano mayor era monaguillo cuando vivíamos en el pueblo. El cura tenía un coche y les dijo que los iba a llevar al parque de atracciones (en ese entonces eso era algo extraordinario y muy pocos podían hacerlo). Él le pidió permiso a mis padres y mi padre le insistió un par de veces si estaba seguro de querer ir, pues una vez que dijera que sí, tendría que hacerlo porque había ocupado un lugar que otro niño podría usar. El repitió mil veces, que estaba seguro y así llego la mañana del viaje. Cuando él se levanto, el miedo a lo desconocido le hizo cambiar de opinión, y les dijo a mis padres, muy convencido que no iría. Mi padre le dijo que si él había dado su palabra tendría que ir. Y a pesar sus insistentes ruegos, tuvo que ir. Recuerdo la imagen de mi padre dando vueltas por la tarde a la hora que él tenía que regresar, ellos se estaban retrasando, y  hoy puedo imaginar todas las cosas que se pasarían por su cabeza, pensando que hubiese pasado algo con el coche y  en que él lo había “obligado” a ir. Después de unas horas interminables para mis padres, el regresó loco de contento y mi padre por fin pudo respirar tranquilo. Después de aquella experiencia nosotros aprendimos que cuando decíamos algo a otras personas, lo teníamos que cumplir.

Hoy los niños no lo tienen igual de fácil, lo que se les dice, en muchas ocasiones ya no vale para el momento después, unas veces porque llevamos vidas con demasiadas actividades y todo cambia de un momento a otro, otras porque la “pena” nos hace no cumplir lo que les hemos dicho, otras porque nos ven como llevamos relaciones sociales donde nuestra palabra no vale mucho, etc. Y cuando no lo aprendes en el hogar, resulta más complicado ejercerlo siendo un adulto.

Sin embargo todos seguimos conservando, aunque hayamos perdido el valor de nuestra palabra, el deseo de que los que nos rodean cumplan las suyas. Vivimos con la misma decepción cuando no nos cumplen lo que nos han dicho que harían: en nuestro trabajo, en nuestro hogar, en nuestro centro de estudios, en nuestro barrio, en nuestro país, etc.

Pero para volver a retomar la confianza es necesario que nuestra palabra vuelva a tener valor. Que como nos decían de pequeños nos convirtamos en mujeres y hombres de palabra. El modo de hacerlo es: piensa antes de decir que harás algo y luego da cumplimiento a tu palabra. No es difícil, ¿o sí?

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